Los aitas y amas, esos grandes transmisores de la seguridad
Vidas segurasEl ser humano es uno de los habitantes del planeta que nace con menos dotes. Los bebés llegan al mundo con todo por aprender. Desde lo más básico, como dormir o comer, hasta lo más complicado, como, por ejemplo, la gestión de las emociones. La conciencia de peligro se aprende con la experiencia, a menudo poco agradable, y la observación de los modelos que rodean al pequeño. Padres, hermanos, cuidadores, abuelos o educadores suelen ser sus mayores referencias para todo. Mamá y papá, sobre todo, aportan eso tan básico para el desarrollo de las personas llamado ‘seguridad’. El término no se refiere solo a la protección ante problemas o a que los progenitores sean el refugio al que acudir en caso de contratiempos, sino que engloba esa otra seguridad, la que cada ser humano debe tener en sí mismo.
Los peques necesitan aprender a hacer cosas, a resolverlas, a equivocarse y a comprobar que sus acciones tienen un impacto en el mundo que les rodea. La figura paterna/materna es la correa de trasmisión de ese aprendizaje. Es una labor complicada que requiere de un equilibrio difícil de lograr, porque una cosa es aportar seguridad y otra cosa muy distinta, sobreproteger. Decirle a un menor que si salta en una escalera se puede caer y estar vigilante ante esa posibilidad, aporta protección. Cogerle en brazos cada vez que hay una escalera cerca, es sobreproteger, y solo servirá para que, al final, no sepa subir escaleras, les tenga miedo y acabe, seguramente, rodando peldaños abajo.
Decía María Montessori, en referencia a la enseñanza infantil, que “cualquier ayuda innecesaria es un obstáculo para el desarrollo”. Esta educadora, pedagoga, científica, médica, psiquiatra, filósofa, antropóloga, bióloga, psicóloga, feminista y humanista italiana es la madre del método educativo que lleva su nombre, uno de los más extendidos en el mundo.
El ‘no corras’, ‘no subas’, ‘no toques’, ‘no vayas’ son recursos que atajan situaciones de peligro en el momento, pero que a la larga pierden efectividad. En general, los niños más seguros son aquellos en cuyo entorno se potencia la autoestima, la autonomía, la curiosidad o la responsabilidad. Aquellos en los que la presencia del adulto ofrece la atención necesaria y deja libertad de movimientos. La cultura preventiva, como en el caso de los adultos, debe ir orientada más a que ellos sepan cómo evitar los peligros, que a ser algo meramente reparador o paliativo.
Los progenitores deben ser modelos de estabilidad y seguridad. Se deben fomentar la curiosidad, el respeto y una actitud que ponga en cuestión las cosas. Los juegos son una herramienta primordial y se puede utilizar, por ejemplo, para establecer protocolos en casa por si se produce un accidente.
Como en los adultos, el aprendizaje continuo es una herramienta que hay que utilizar. Cualquier situación de la vida real sirve para dar un ejemplo, una explicación de porqué es así, o de qué pasaría si, por ejemplo, cruzásemos la calle sin mirar. No hay que olvidar que los adultos son modelos a imitar. Otro recurso a la hora de trasmitir actitudes seguras es potenciar habilidades perceptivo-motoras, que permitan reaccionar con rapidez, o fomentar una buena autoestima, para lo que es necesario evitar las etiquetas y las comparaciones. A los niños hay que reconocerles sus puntos fuertes y permitir que se equivoquen porque los errores son parte del aprendizaje. Eso sí, hay que atajar esas actitudes tan infantiles como son el desafío o las pataletas anti normativas. Y aquí, como en el caso de los mayores, la paciencia y la lógica son las mejores herramientas.
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